El pasado verano expresé mis dudas con respecto a la idoneidad de la incorporación de James Rodríguez al Rayo Vallecano. No era descabellado dudar. Se trataba de una jugada cargada de un efecto muy vistoso cara al exterior pero, de puertas para adentro, futbolísticamente hablando, ofrecia señales claras de final abrupto. Así ha sido.

El colombiano es un jugador de altísima calidad, de lo que no estoy seguro es de si su nivel de adaptación a la competencia diaria, entrenamiento a entrenamiento, está a nivel de las grandes competiciones, las competiciones regulares. Es un especialista en apariciones rutilantes durante los grandes torneos; torneos tan grandes como cortos. Ahi James Rodriguez emerge con una eficacia cargada de acentos de suma plasticidad, entonces deslumbra. Luego viene el fichaje por un club y, ahí, es donde aparecen sus carencias. En ninguno de los grandes clubes por los que ha pasado ha logrado echar raíces y la culpa, síntoma revelador, siempre es de los otros.

Lo del Rayo Vallecano no era dificil de ver. “El Rayo” en su centenario se regaló una estrella para más gloria de la celebración. Sin embargo ese movimiento no tenía base deportiva o, por lo menos, el entrenador al que se le ha encargado la permanencia, no la ha visto. No se trata de un detalle menor.

El rosario de ausencias en convocatorias y alineaciones ha sido un cilicio para Íñigo Pérez. Pérez es un entrenador joven pero de lo que “sabe, entiende” y ha mantenido su criterio frente a los “bombardeos” a cencerro tapado y en sala de prensa. Está claro que esa posición, serena pero tenaz, le puede pasar factura. Supongo que ha preferido caer, si tiene que caer, con su opinión y no con la de la directiva, la prensa y los entornos vallecanos. Es una manera digna de navegar por la mar picada del fútbol.

Lo cierto es que James Rodríguez rescinde contrato y visto lo visto, para ese viaje no hacían falta alforjas.

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